En el inestable terreno del cine de superhéroes posmoderno, James Gunn ha decidido intervenir al icono más rígido y luminoso del canon: Superman. No para destruirlo, sino para desarmarlo y rearmarlo desde un lugar menos solemne y más contradictorio. Su Superman (2025) no es un regreso a los orígenes ni una deconstrucción nihilista como la de Snyder. Es otra cosa. Es una suerte de fábula pop con núcleo melancólico, que oscila entre el respeto al legado y una voluntad juguetona de desordenarlo todo.

Desde el inicio, la película deja claro que no quiere contar el “nacimiento del héroe”. Este Clark Kent interpretado por David Corenswet con una mezcla deliberadamente incómoda de candidez y rigidez ya es Superman. No hay trauma que lo constituya, no hay descubrimiento de poderes ni clímax iniciado. Esta decisión, que parecería despojar a la historia de densidad dramática, permite a Gunn explorar otra cosa: la soledad del ser que ya ha decidido ser bueno en un mundo que no le cree.
El guion no siempre logra sostener el tono. Por momentos, la sátira política se vuelve torpe, los diálogos se inclinan hacia el pastiche, y las subtramas acumulativas restan más que suman. Pero incluso en sus fallas, Superman es interesante: es una película que no tiene miedo de ser incoherente mientras busca algo distinto. No es elegante ni del todo eficaz, pero está viva.
En definitiva, Superman (2025) es menos una gran película que una intervención relevante. No redefinir al personaje como lo hizo The Dark Knight con Batman, ni lo reactualiza con el impulso romántico de Spider-Man: No Way Home. Es más frágil, más irregular, pero también más honesta. James Gunn no quiere salvar al género; quiere devolverle algo de alma. Lo logra a medias, pero en ese intento hay un gesto radical que merece atención: hacer de Superman no un dios ni un mártir, sino un idealista perdido en medio del ruido. Y tal vez eso sea lo más heroico que puede ofrecer el cine hoy.