En un mundo donde más de 120.000 personas mueren cada año por mordeduras de serpientes —la mayoría en regiones rurales sin acceso rápido a tratamiento—, una figura excéntrica y decidida podría cambiar el curso de la medicina: Tim Friede, un hombre de Wisconsin que durante casi dos décadas permitió que serpientes venenosas lo mordieran más de 200 veces.

Aunque suene a temeridad o locura, lo que Friede hizo fue convertirse, literalmente, en un experimento viviente. Con una meticulosa autoinmunización que implicó más de 650 dosis de veneno y múltiples mordidas voluntarias, su cuerpo desarrolló anticuerpos únicos. Hoy, esos anticuerpos podrían convertirse en la base de un antiveneno universal, un sueño largamente deseado por la comunidad científica.

Actualmente, la mayoría de los antivenenos son específicos para ciertos tipos de serpientes y se producen inyectando veneno en animales como caballos o camellos para luego extraer los anticuerpos. Estos sueros no solo tienen un alcance limitado (funcionan solo con ciertas especies o regiones), sino que también pueden causar reacciones adversas peligrosas.

En un planeta con más de 600 especies de serpientes venenosas, y con casos que afectan a millones de personas al año —especialmente en África, Asia y América Latina—, la falta de un tratamiento de amplio espectro es un problema urgente. A esto se suma el hecho de que la investigación en antivenenos ha sido históricamente subfinanciada, en parte porque quienes más los necesitan viven en comunidades con pocos recursos.

El equipo de investigadores liderado por Jacob Glanville, fundador de Centivax, y en colaboración con la Universidad de Columbia, analizó la sangre de Friede y logró aislar anticuerpos de “amplia neutralización”. Combinados con un fármaco bloqueador de toxinas, estos anticuerpos protegieron a ratones contra el veneno de 19 especies de serpientes —incluyendo cobras, mambas y víboras—. En algunos casos, la protección fue total; en otros, parcial, pero significativa.

Lo revolucionario no es solo la amplitud del espectro cubierto, sino también el enfoque: se trata de una combinación de anticuerpos humanos monoclonales (generados artificialmente a partir de la sangre de Friede) y moléculas pequeñas como el varespladib, que inhibe toxinas clave del veneno.

Friede no es científico de formación. Es autodidacta, trabajador de la construcción, padre de familia y ahora figura de culto en el mundo de la toxinología. Su obsesión por las serpientes comenzó en la infancia, pero fue en la adultez cuando decidió dedicarse por completo a inmunizarse contra sus venenos. Su motivación, asegura, fue siempre altruista: ayudar a las personas que mueren cada día por falta de tratamiento.

Pagó un precio alto: múltiples hospitalizaciones, un coma, choques anafilácticos, la pérdida de su familia y un aislamiento casi total. “No hay universidad que pueda enseñarte esto”, dice Friede, con una mezcla de orgullo y resignación.

El tratamiento desarrollado aún debe ser probado en humanos, pero los investigadores ya planean experimentos en animales domésticos como perros, que en Australia sufren con frecuencia mordeduras de serpiente. El objetivo final es producir un antiveneno universal asequible, estable sin refrigeración y eficaz contra la mayoría de los venenos.

A sus 57 años, Friede dice haber dejado las mordeduras atrás. Su última fue en 2018, de una cobra de agua. Sin embargo, reconoce que podría volver a hacerlo si eso acelera los avances científicos. “Extraño las serpientes”, confiesa. “Pero no las mordidas”.

Lo que comenzó como una práctica solitaria, arriesgada y hasta marginal, podría convertirse en un pilar de la medicina tropical moderna. El cuerpo de un solo hombre, expuesto voluntariamente a algunos de los venenos más letales del mundo, podría salvar a millones. A veces, los héroes más improbables son también los más necesarios.

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