Felipe Palagani tiene apenas un año, nació en mayo de 2024 en Neuquén, y ya es protagonista de un hito médico para la historia argentina y latinoamericana. El pasado 18 de junio, recibió un trasplante de corazón en el Hospital Italiano de Buenos Aires. Pero no fue un trasplante más: se trató del primer trasplante pediátrico en el país (y en toda América Latina) realizado a partir de una donación en asistolia controlada, es decir, de un donante fallecido por paro cardíaco y no por muerte cerebral.

Ese corazón pertenecía a Luca Zarragud, un niño de dos años oriundo de Plaza Huincul, Neuquén, quien compartía habitación con Felipe en el hospital. Ambos niños atravesaban cuadros complejos: Felipe sufría una miocardiopatía dilatada severa y había estado conectado durante cinco meses a un corazón artificial llamado Berlin Heart. Luca, en tanto, se recuperaba de un trasplante de hígado, pero una infección por citomegalovirus deterioró irreversiblemente su salud.

Cuando los médicos confirmaron que no había más opciones para Luca, sus padres Paula y Nicolás tomaron una decisión desgarradora y profundamente generosa: donar sus órganos. El único viable fue su corazón. Esa misma noche, en un operativo delicado y contrarreloj, el órgano fue evaluado y finalmente trasplantado a Felipe, que figuraba primero en la lista del INCUCAI.
El procedimiento se realizó bajo los protocolos de la Ley 27.447 y del INCUCAI, que autoriza desde 2023 la donación en asistolia controlada. Esta técnica representa una nueva esperanza para pacientes que esperan órganos vitales, ya que amplía el abanico de donantes posibles.
Pero más allá del avance médico, hay una dimensión profundamente humana. Felipe y Luca no solo compartían la misma provincia. También compartieron la misma habitación durante semanas, y sus madres Pamela Domínguez y Paula Navarrete forjaron un vínculo de sororidad, angustia y apoyo mutuo. Hoy, ese lazo permanece: “Sé que ahora somos una gran familia con los papás de Luca”, dijo Pamela, conmovida.
La historia de estos dos niños, entrelazada por el dolor y la esperanza, no solo marcó un antes y un después en la medicina argentina. También dejó una huella imborrable en todos los que creen en la vida después de la vida, y en la fuerza del amor compartido en una habitación de hospital.