Durante más de un siglo, el nombre Aspergillus flavus evocó misterio, enfermedad y muerte. Asociado a la llamada “maldición del faraón” tras la apertura de la tumba de Tutankamón en 1922, este hongo fue señalado como el asesino invisible que acabó con varios arqueólogos. Hoy, ese mismo microorganismo ha sido redimido por la ciencia.

Un equipo de investigadores de la Universidad de Pensilvania ha logrado transformar los compuestos tóxicos producidos por el Aspergillus flavus en potentes agentes antileucémicos. Los resultados, publicados en la revista Nature Chemical Biology, revelan un giro tan extraordinario como inesperado: lo que alguna vez fue símbolo de muerte, ahora podría salvar vidas.

El A. flavus ha sido encontrado en múltiples contextos arqueológicos donde se reportaron muertes inexplicables. Tras la apertura de la tumba KV62 de Tutankamón, varios miembros del equipo británico enfermaron y murieron, avivando la leyenda de una venganza faraónica. Décadas después, en Polonia, diez de los doce científicos que ingresaron en la tumba del rey Casimiro IV fallecieron poco después, en otro caso atribuido al hongo.

Lo que entonces fue miedo, hoy es fascinación científica. “Los hongos nos dieron la penicilina”, recuerda Sherry Gao, ingeniera química y autora principal del estudio. “Estamos aprendiendo a escuchar lo que nos susurran estos organismos, incluso los más temidos”.

En el laboratorio, los científicos aislaron un tipo de moléculas llamadas RiPPs (péptidos sintetizados ribosomalmente y modificados postraduccionalmente). Estas estructuras, casi nunca observadas en hongos, fueron extraídas del A. flavus y bautizadas como asperigimicinas.

Las asperigimicinas mostraron una eficacia sorprendente contra células de leucemia, comparables a tratamientos como la citarabina o la daunorrubicina, medicamentos clásicos en oncología. Más aún: una variante del compuesto potenciada con lípidos —similares a los encontrados en la jalea real— resultó aún más potente y específica.

Uno de los descubrimientos clave fue el papel del gen SLC46A3, que actúa como una puerta de entrada para los compuestos al núcleo de las células cancerosas a través de los lisosomas. Esto permite una alta selectividad y abre nuevas posibilidades para terapias dirigidas.

“Lo más prometedor es la especificidad”, señala Qiuyue Nie, coautora del estudio. “Las asperigimicinas atacan células leucémicas, pero dejan intactas otras como las de mama, hígado o pulmón. Eso podría reducir significativamente los efectos secundarios”.

Además, se observó que estas moléculas interrumpen la formación de microtúbulos, esenciales para la división celular descontrolada característica del cáncer.

Este hallazgo no es un caso aislado. El equipo ya ha identificado clústeres genéticos similares en otros hongos, lo que apunta a un vasto arsenal terapéutico aún inexplorado en el reino fúngico.

“Hemos arañado apenas la superficie”, afirma Nie. “Cada hongo puede ser una biblioteca bioquímica con historias por contar”.

El siguiente paso será probar las asperigimicinas en modelos animales. Si los resultados se confirman, podrían iniciarse ensayos clínicos en humanos en los próximos años.

La ciencia ha dado un giro poético al relato. Lo que fue símbolo de castigo divino, hoy es fuente de esperanza médica. La maldición del faraón ha mutado en medicina del futuro. Un relato digno de los anales de la historia científica.

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