Mientras el mundo debate cómo frenar la desinformación y los discursos de odio, China ha dado un paso más allá: castigar el pesimismo.
El gobierno chino inició una campaña para eliminar de las redes sociales cualquier contenido considerado “excesivamente negativo”, “derrotista” o que “exagere los sentimientos de frustración social”.

La medida, lanzada por la Administración del Ciberespacio de China, apunta directamente a los influencers, blogueros y comentaristas que hablan sobre temas cotidianos como el estrés laboral, el desempleo juvenil o las dificultades económicas.
Según las autoridades, el objetivo es limpiar internet de publicaciones que inciten al “pánico” o promuevan la idea de que “trabajar duro es inútil”.
Entre los primeros sancionados figuran dos blogueros que promovían una vida con menos presión, un influencer que decía que no casarse era una decisión financiera lógica, y un comentarista que comparó la calidad de vida en China con la de los países occidentales.
Todos ellos tenían millones de seguidores y se habían convertido en voces populares para una generación de jóvenes que vive entre la precariedad laboral y la fatiga social.
Weibo, una de las redes sociales más utilizadas del país, anunció que más de 1.200 cuentas fueron suspendidas por difundir “rumores” sobre la economía y los programas de bienestar.
Para los expertos, esta represión no busca solo controlar la narrativa política, sino también regular las emociones públicas.
El investigador David Bandurski, del China Media Project, explicó que los líderes temen que la frustración “sea contagiosa”.
Cuando millones de jóvenes sienten que el futuro se ha vuelto inalcanzable, el pesimismo puede transformarse en descontento… y el descontento en disidencia.
La crisis económica y el desempleo juvenil récord —más de 12 millones de graduados se suman al mercado laboral cada año— han generado un clima de desencanto. Muchos jóvenes adoptaron filosofías minimalistas conocidas como “tang ping” (acostarse plano) o “bai lan” (dejar que todo se pudra), movimientos que simbolizan la renuncia a competir en un sistema cada vez más exigente.
Los medios estatales, encabezados por CCTV, justificaron la medida asegurando que “las emociones reales merecen respeto, pero no deben amplificarse deliberadamente para generar tráfico”.
La narrativa oficial sostiene que los llamados “depredadores emocionales” usuarios que se benefician de difundir historias tristes o frustrantes están dañando la salud mental colectiva.
Sin embargo, la frontera entre proteger y censurar es cada vez más difusa.
Al limitar las expresiones de ansiedad o desencanto, el gobierno también borra de la conversación pública las preocupaciones reales de millones de ciudadanos.
El caso del actor Yu Menglong, encontrado muerto en Pekín, desató una ola de teorías y comentarios sobre la falta de transparencia en China.
Las autoridades respondieron suspendiendo más de 1.500 cuentas que hablaban del tema.
Para muchos, este episodio fue el reflejo de cómo la tristeza o la sospecha se han convertido en emociones políticamente incorrectas.

Aunque este caso parece extremo, el control del discurso emocional no es exclusivo de China.
En distintos países, las redes sociales ya aplican algoritmos que premian la positividad y penalizan el conflicto.
Pero cuando la “felicidad obligatoria” se convierte en norma, el riesgo es que la realidad deje de tener espacio.
Como advirtió la analista Katja Drinhausen, del Instituto Mercator de Estudios sobre China:
“No bastará con controlar las emociones negativas en línea. El problema es la brecha entre la realidad económica y el discurso oficial.”
La campaña china contra el pesimismo revela una paradoja: un Estado que busca estabilidad emocional en medio de la inestabilidad económica.
Al eliminar la tristeza de las redes, el gobierno no borra el malestar social… solo lo invisibiliza.
En un mundo hiperconectado, donde las emociones son datos y los sentimientos se vuelven medibles, la censura del ánimo puede ser el nuevo rostro del control social.
Y quizás, en ese contexto, ser realista se haya convertido en el acto más radical de todos.