En Bangkok, donde las normas de convivencia suelen chocar con el bullicio de la vida urbana, un hombre decidió hacer justicia por mano propia… y por colmillos ajenos. Harto de los ladridos del perro de su vecino, ignorado durante años por la administración del edificio, ideó una protesta que rozó el surrealismo: liberó dos serpientes gigantes en los pasillos del condominio.

Sí. Como si se tratara de una escena descartada de Snakes on a Plane, pero versión “quejas vecinales en Asia”.
🐍 La protesta que reptó
La escena, captada por una cámara de seguridad, muestra a las serpientes —probablemente pitones reticuladas— deslizándose con calma por el piso. No atacan. No huyen. Solo están. Y ese “estar” resulta más perturbador que cualquier mordida.
En un posteo en Facebook, el autor de esta performance reptiliana escribió:
“Hoy traje dos. Mañana traeré más. No pude cargar a la más grande”.
El video no tardó en viralizarse. La coreografía silenciosa de los reptiles recorriendo el pasillo no solo dejó boquiabiertos a los vecinos: expuso, con brutal literalidad, el colapso de una gestión que durante dos años ignoró las quejas del residente.
🧾 Cuando la administración reacciona (porque ya no puede ignorar)
La administración del edificio, ante la presión pública, reaccionó… a medias. Multó al dueño del perro con 10.000 baht (unos 2.700 euros) y ordenó el retiro inmediato del can. Al “señor de las serpientes”, en cambio, solo le envió una advertencia escrita. Nada más.
Las redes, claro, estallaron: unos celebraban el ingenio (“al menos no les tiró gas pimienta”), otros temían por el precedente (“la próxima puede ser un cocodrilo”), y algunos ponían el dedo en la llaga:
“Si solo sancionan al dueño del perro, puede que la próxima vez las serpientes aparezcan en la oficina del administrador”.
Las pitones reticuladas no son venenosas, pero pueden alcanzar más de seis metros y ejercer presión suficiente para romper huesos. Son cazadoras nocturnas, capaces de detectar el calor de sus presas. No fueron criadas para desfilar por pasillos, pero ese día no fueron mascotas: fueron un manifiesto vivo.
El mensaje no se dio con gritos ni insultos, sino con escamas brillantes y movimientos hipnóticos. Fue una queja convertida en espectáculo. Un reclamo que no se escribió en papel, sino en la memoria de quienes abrieron la puerta y vieron la protesta deslizándose frente a sus pies.
¿Qué ocurre cuando las vías institucionales fallan? ¿Hasta dónde llega el ingenio y desde cuándo se vuelve peligro? Este episodio, bizarro y simbólico, plantea una pregunta incómoda: si alguien necesita soltar dos pitones para ser escuchado, ¿quién es realmente el problema?